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domingo, 22 de noviembre de 2009

El anticapitalismo argentino


 *Jose Benegas, desde Argentina

Ante los festejos de la caída del Muro de Berlín, nuestra región parece ser la única que pretende reeditar las condiciones que llevaron a aquellos gobiernos a levantarlos para impedir a la población huir del paraíso prometido devenido en infierno.
A la Asamblea de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa)  dedicada a advertir la intolerancia hacia la prensa, en particular en nuestro país con la Ley de Medios, se le opuso una “contracumbre” en nombre de la “democracia”, invocada de manera falsa igual que lo hacían los regímenes totalitarios que colapsaron.
La Argentina se ha dado un baño tan intenso de anticapitalismo después de su colapso de finales del 2001, que pocos advierten que no hay prensa como contrapeso del poder si no se organiza como empresa, sumando organización, trabajo y capital para lograr una escala que la haga significativa. No se invierte capital si son otros quienes lo formaron y deciden su inversión los que determinan a qué se dedicará y qué riesgos ha de correr.
Ese supuesto pecado –que muchos creen que sólo es propio de los empresarios– de “querer ganar” no es otra cosa que el “gran permiso” que la civilización moderna le ha aportado al desarrollo de la humanidad: el reconocimiento al individuo de la facultad de actuar para sí mismo, siguiendo sus objetivos y su liberación de la obligación de estar al servicio de los demás.
Lo opuesto al totalitarismo como principio, en el que la actividad humana se genera por coacción en nombre de un supuesto paraíso de hermandad e interés colectivo y no por colaboración y trabajo voluntario.
Una frase atribuida a Ambrose Bierce define al egoísta como “una persona que piensa más en sí misma que en mí”, desnudando la naturaleza del propósito de muchos cruzados colectivistas.
Se interpreta que “capital” es un asunto relacionado con la codicia, el “fruto del árbol prohibido”. Se ignora, por deformación de los economistas que han transformado asuntos éticos en problemas menores de orden técnico, el compromiso moral que existe en una sociedad en la que el capital puede formarse. Es aquella en que se produce más allá de la subsistencia y es respetada la riqueza que se ahorra para ser aplicada a una producción masiva que termina por beneficiar a los que cumplieron ese compromiso moral.
Capitalismo es el sistema en el que el ahorro del que carece del poder político y no tiene manejo de ejércitos, es protegido. Estos son nuestros muros no derribados, hechos de un material más duro que el concreto e invisible.
Ante el primer problema, fue posible recrear entre nosotros otros vicios fracasados de aquel ideal caído como el control de precios, apenas discutido en el plano económico, como si se tratara de una lección imposible de aprender para la Argentina. Pero qué pasa con el problema moral detrás de los precios es algo que nadie explica.
En un ambiente de libertad, sin trabajo coactivo, el precio es la tasa a la cual alguien actúa a favor de otro o le entrega algo que ha obtenido a su vez de manera voluntaria de terceros, pagando a su vez otras tasas bajo las mismas condiciones de voluntariedad. Precio es la alternativa al trabajo obligatorio; es decir, esclavo.
Cuando el esclavo deja la plantación, su trabajo se paga, para que se mueva debe ser “interesado” por un aspirante a empleador. Precios altos significa que circunstancias especiales aumentan esa tasa para que las personas estén más dispuestas a hacer o producir alguna cosa muy requerida, dejando otras actividades que ofrecen beneficios menores.
Hay precios porque la gente no puede ser obligada a hacer o dar algo que a su vez ha obtenido haciendo otra cosa sin ser esclavizada. Precios o esclavitud es la alternativa, no precios o “ineficiencia”. Control de precios significa control del trabajo ajeno, servidumbre.
Quienes derribaron ese muro en 1989 trataban de huir de una sociedad sin precios y sin capital voluntario privado que habían sido eliminados por “egoístas”. En lugar de aferrarse a la promesa de la ausencia de diferencias, nunca cumplida, en lugar de relamerse en la envidia y tratar de hacer de eso una virtud, los alemanes orientales querían participar de la productividad de los intercambios sin látigos, el comercio libre y la felicidad individual sin tabúes. Buscaban otros compromisos éticos que nosotros, sin haber padecido aquello, aún no hemos encontrado.

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