Un periodista, mano a mano con el actual líder de la guerrilla colombiana; un relato desde el vientre de la fiera
Antes de aquella noche sólo había visto su cara una vez. Aparecía en un cartel, casi de perfil. Debajo se leía: Félix Antonio Muñoz Lascarro, alias Pastor Alape, jefe del Bloque del Magdalena Medio de las FARC. Al final había una cifra, el valor de su cabeza: 2,5 millones de dólares. Encontré aquel cartel al intentar saber algo más sobre el hombre al que, me habían dicho mis contactos, quizás podría entrevistar. El mismo hombre que hace unos días se convirtió en el jefe militar de las FARC.
Aquella noche estaba oscuro. Oscuro como sólo puede estar en la selva. No puedes verte la mano aunque te la pongas a cinco centímetros de los ojos. Esperé sentado y dolorido por los tres días de camino a pie que me habían traído hasta uno de los campamentos de las FARC. Intenté repasar el recorrido en mi cabeza. Dos meses y medio de contactos, esperas y fracasos. Al final, una llamada: «Coge un avión y vete a tal sitio». Allí, otra semana más. Un teléfono que suena a las seis de la mañana. Una voz: «Baja con tus cosas en cinco minutos». Una barca rápida que remonta el río Magdalena. Un todoterreno que espera la barca. Caminos de montaña. Un pueblo de cuyo nombre me comprometí a no acordarme. Yo, pasando de manos de un campesino a otro tipo que se hace llamar Gabriel Zavala y que viste una especie de chándal.
-¿Es usted guerrillero...?
-Sí, señor. Guerrillero fariano con 19 años de lucha en el monte.
-O sea que ya estoy en manos...
-Desde ahora está con las FARC, sí.
A Zavala le siguieron otros. Todos con historias muy parecidas. Familia campesina, seres queridos asesinados por los paramilitares. Cicatrices de una guerra que en esa zona de Colombia se peleaba a base de matanzas y descuartizamientos con motosierras. Jóvenes y no tan jóvenes que habían visto en las FARC la única salida a las matanzas y a la pobreza.
El camino se fue tornando senda y después un hilo de terreno que sólo podía ensancharse a golpe de machete. Parábamos a dormir en cabañas de madera por campesinos que acogían a los guerrilleros. Difícil saber si lo hacían por convicción, por el poco dinero que les dejaban o porque no les quedaba otro remedio.
El tercer día no nos detuvimos al anochecer. No había más luz que la de la linterna de Cornelio. Cada pocos minutos, cuando se oía el rumor de unas hélices en el cielo, Cornelio la apagaba y se agachaba. «El marrano, el marrano», susurraba señalando el ronroneo del avión espía del Ejército.
Bajamos una ladera embarrada casi a tientas. Cornelio se detuvo y silbó suave. De entre las sombras surgió un hombre armado que nos dio el alto: «Ya hemos llegado». Me dejaron allí esperando. Cornelio volvió al rato y su linterna me guió hacia una carpa. Apuntó hacia el interior. La luz y las sombras dibujaron a un guerrillero vestido de camuflaje, alto, cuyo peinado, barba cana y boina intentaban emular sin complejos al Che. El hombre se acercó y extendió su mano. «Bienvenido a las montañas insurgentes del Magdalena Medio», dijo. Era el rostro de los dos millones y medio de dólares. Era Pastor Alape.
Casi desconocido
Corría el 22 de marzo de 2008 y entonces Pastor Alape era prácticamente un desconocido. Alape era un mando de las FARC a quien nadie prestaba demasiada atención. Pero Marulanda, el líder histórico de la guerrilla, murió de viejo en la selva aquel mismo día; a Reyes lo habían matado apenas unas semanas antes en una operación transfronteriza en Ecuador; a Ríos lo habían asesinado sus propios hombres y le habían cortado una mano para poder cobrar la recompensa. Aquellas muertes iban a allanar el camino hacia el santa sanctórum de las FARC. La reciente muerte del Mono Jojoy le ha convertido en el más joven líder del Secretariado de las FARC.
Pero la noche que lo conocí Pastor seguía en su puesto de nivel medio-alto. Los que sí parecían tener claro el verdadero ascendente de Pastor Alape en las FARC eran los estadounidenses. Lo suficiente como para ofrecer 2,5 millones de dólares a quien diera información para su captura. El Departamento de Estado lo acusaba de ser «el supervisor de todo el suministro de cocaína en el Magdalena Medio» y de «ordenar la ejecución de campesinos que vendieron su pasta de coca a los paramilitares».
«No sabía que mi cabeza valiese tanto», dijo riendo cuando se lo comenté. Me recibió en la carpa que le servía de oficina. En medio había una mesa y unos bancos hechos con troncos. Sobre la mesa, un ordenador y una televisión portátil, una radio y una agenda electrónica. Sufría temblores en la mano. Cuando se incorporó también pude ver que cojeaba de pierna, la tenía rígida, chula. Se esforzaba en disimularlo, al menos delante de mí. Cicatrices de sus 28 años de guerra. Entonces él tenía 48.
Borges y poesía
Aquella noche, Alape me dio algunos detalles de su biografía. Tenía dos hijos, uno de los cuales no veía desde hacía 8 años. Había comenzado su andadura política en las Juventudes Comunistas. Supe también enseguida que era un intelectual. Aunque apenas pudo terminar noveno grado antes de que la guerra se lo tragara, las lecturas que invocaba hablaban de una formación autodidacta concienzuda. Largas noches leyendo con una linterna oculto en el único lugar del campamento que me pidió que no grabara o fotografiase: su búnker.
-¿Y qué está leyendo ahora?
-Me da vergüenza decírselo…
-¿Y eso, por qué?
-Es que estoy leyendo a Borges.
-¿Por qué habría de avergonzarse de leer a Borges?
-Bueno, porque… porque es un contrarrevolucionario. Pero yo creo que habría que reexaminar esos conceptos. Porque Borges habla de la sensibilidad y en la Revolución la sensibilidad es muy importante.
Alape confesó que también coqueteaba con la poesía. «Me ayuda a espantar a los fantasmas», dijo. Luego supe que el mayor de esos fantasmas era el de su hermana.
-Ella siempre quiso que yo fuese médico. Se llevó un disgusto tremendo cuando supo que había ingresado en la guerrilla.
-¿Siguen en contacto?
-La asesinaron los paramilitares. Fueron a buscarme a mí, pero no me encontraron. La descuartizaron y tiraron los pedazos al río Magdalena. Hasta eso nos quitaron, hasta el derecho al duelo.
Aquella conversación cerró la noche. Un guerrillero me guió hacia un camastro. Vi que sólo era tierra prensada, encofrada en maderos para compensar el desnivel de la ladera, un toldo para protegerse de la lluvia y un plástico a modo de colchón contra la humedad. Me dormí pensando en los más de 700 secuestrados que tenían las FARC en ese momento. Si aquellas eran las condiciones de vida de los guerrilleros o las de un huésped al que impresionar cómo yo… ¿cómo vivirían los rehenes?
El campamento se despertó con los primeros rayos de luz, que en aquella zona perdida asomaban a las cuatro y media de la mañana. Las FARC se despiertan con ruido de radio. Los guerrilleros de Alape tenían la obligación de escuchar las noticias. «Dicen que aquí en la selva estamos aislados del mundo, que no sabemos nada de lo que pasa en Colombia, pero no es verdad», me contó Raúl, un joven guerrillero sobrino de Alape y que se acercó a hablar conmigo.
-¿Cuándo fue la última vez que estuviste en una ciudad colombiana?
-Hace ocho años.
-¿Y no crees que eso distorsiona tu percepción sobre el país por el que dices luchar?
-No. La guerrilla no está aislada, nosotros hablamos con los campesinos y con la gente que está en las ciudades.
-Si yo te demostrara que la mayor parte de los colombianos no quieren que estés aquí, en la selva, armado con un fusil, ¿qué harías?
-Sigo aquí. Porque estoy convencido. Y porque tengo gente que me apoya.
Me levanté para ver el lugar en el que estaba. Había más camastros como el mío repartidos por la ladera. Subí hacia la carpa donde estaba Alape. En el camino vi una especie de patio de conferencias, con su atril y sus gradas, todas hechas con troncos. Encontré allí a Alape charlando con sus hombres. Cornelio avanzaba sonrojado hacia el pupitre donde estaba su jefe con un cuaderno en las manos. El bloc tenía las puntas dobladas y sucias del barro de la selva. En una de sus hojas este guerrillero de 47 años, con 28 de lucha a sus espaldas, había escrito veinte veces una frase con la palabra que ayer pronunció mal durante el debate. «No es haiga, camarada Cornelio, sino haya», le dijo Alberto Franco, el encargado de la corrección lingüística.
«Pero hombre, Cornelio, un guerrillero con su reputación en la organización no me puede traer una tarea tan sucia», le reprochó Alape. Era la reunión cultural y política que abre la mañana en el campamento de las FARC. Debate de noticias, charla ideológica, declamación de poemas, canciones y trabajos de lengua. La vida en los campamentos de las FARC tiene esos momentos sorprendentes. Guerrilleros viendo películas. Cornelio me contó fascinado, con el detalle de quien exprime cada película como si fuera la primera o la última, aquella en que Harrison Ford hospedaba a un joven irlandés sin saber que era militante del IRA. «Me gusta saber que hay otra gente por ahí en el mundo que también es marxista leninista como nosotros y que está en la lucha armada. Le da esperanza a uno pensar que no está solo, luchando. A ver, hombre, cuénteme cosas de los compañeros de ETA... Etarras les dicen, ¿no?».
Refugio de respeto
En esa clase también estaba Yolima, la más joven del campamento. Niña pobre, sin padre, su madre la quería regalar cuando nació «a la primera loca que pasara por la calle». «Nunca tuve una familia. La guerrilla es lo más parecido en mi vida a una familia. Nadie me había tratado con respeto hasta que entré aquí. El momento más duro en vida fue cuando tuve que dejar la guerrilla durante un año porque me disparé por accidente en una pierna y no podía seguir a los demás. La vida afuera no me gustó. Yo no quiero ser civil», me contó.
Yolima entró en la guerrilla con 13 años. «Nuestras normas dicen que podemos reclutar entre los 15 y los 35 años –se justificó Pastor Alape- ¿Pero cómo le dices a una “china” de 13 años a la que maltrata el padre o a la que alguien viola que no te la puedes llevar? Mejor en la guerrilla, ¿no?».
Todo menos internet
Cuando terminó la charla, subí hasta la carpa de mando de Alape. Lo encontré allí, vestido como la noche anterior, de camuflaje peleando con su portátil.
-Es que funciona con Windows Vista y me pide actualizaciones a todas horas. Y ya ve que nosotros no tenemos internet aquí. Claro que quizás nosotros, como revolucionarios, deberíamos usar Linux.
En realidad internet era lo único que le faltaba allí. Alape tenía un proyector de vídeo y un Ipod y un ron más añejo que el que les daba a sus hombres. Compartía cama con una guerrillera más joven que él, a la que trataba con cariño pero manteniendo las formas. Nos preparamos para la entrevista. En cuanto se encendió la cámara Alape abandonó todo matiz y se vistió de ortodoxia. Sabía hablar. Me llamó la atención que su discurso huyera de lo militar, que insistiera tanto en los aspectos políticos.
La entrevista abarcó desde los secuestros hasta la participación de las FARC en el cultivo y distribución de coca. Y la relación con ETA. Durante la hora larga que duró pude ver que el de la guerrilla es un idioma de palabras cambiadas. Por eso no hay «secuestrados para cobrar rescate», sino «retenidos a la espera de que paguen su contribución». No hay «secuestrados políticos», sino «prisioneros de guerra». No se habla de «extorsión» a las empresas, sino de «solidaridad».
Lo más interesante, sin embargo, sucedió al cerrarse los micrófonos. Alape me llevó de vuelta a su oficina y allí se relajó. Volvimos a charlar sin la presión de la cámara. «¿Secuestros? Aquí no los estamos haciendo. Me complican la logística. Tengo que destinar a muchos guerrilleros a custodiarlos y además no es bueno para la moral. Además, no me hace falta. La amenaza de la fuerza es más efectiva y las multinacionales pasan por aquí antes de que las cosas lleguen a ese punto. Esa es nuestra principal fuente de financiación. Todos pagan. Todos. Hasta esas multinacionales norteamericanas que nos llaman terroristas y que dicen que nunca negociarían con un grupo como el nuestro».
Le pregunté si alguna empresa española le había pagado. «Aquí, ahí donde estás tú sentado, tuve al jefe de seguridad de una empresa española. Era un militar retirado, capitán, creo. Nos contribuían con medio millón de dólares al año. Al final entablamos una buena relación. Le dije en broma que, como era español, debería venir un día hasta nuestro campamento, y hacernos una paella. Y el hombre vino con su paellera andando varios días y nos hizo la paella».
Le pregunté por el nombre de esa empresa española y se resistió a darlo. «Sólo te diré que la relación con ellos era buena y que cuando terminaron su trabajo aquí aún nos mandaron otro envío más de medio millón de dólares. La verdad es que nosotros ni lo esperábamos».
La coca
¿Y la coca? Alape juró y perjuró que en el Magdalena Medio sus hombres sólo se dedicaban a cobrar un impuesto a quienes compran la pasta de coca y a quienes la convierten en cocaína. No ocurre lo mismo en los frentes oriental y sur, donde, según cuentan, los guerrilleros controlan todo el proceso. Bloques sobre los que ahora Alape tendrá responsabilidad.
«En este bloque la coca nos supone un 10% de los ingresos, más o menos. Claro que si lo medimos en apoyo popular es mucho más. Porque la gente nos apoya cuando defendemos sus cultivos de coca».
¿Y el resto del dinero, de dónde sale? «Inversiones. Oro, por ejemplo. Se lo compramos a los mineros de la zona y lo enterramos hasta que sube el precio».
Y hablamos de la guerra. De los golpes que habían recibido las FARC desde que en allá a finales de los noventa estuvieron planteándose la toma de Bogotá (una operación encargada al difunto Mono Jojoy) hasta la situación que vivían entonces, acosados, en retirada y con varios miembros de su dirección muertos. «Es cierto que hemos sufrido reveses. Llegó un punto en que fuimos una organización muy grande, que peleaba en una guerra de posiciones. Nos hicimos muy visibles y el Ejército nos golpeó duro. Ahora nos hemos reorganizado. Hemos vuelto a lo nuestro, a lo de siempre, a la guerra de guerrillas. Emboscadas, minas y francotiradores. Hemos conseguido parar el golpe. Si el Gobierno colombiano espera derrotarnos así, por la vía del exterminio, no lo va a conseguir». Palabra del nuevo jefe militar de las FARC.