La espiral de violencia en nuestro país no cede, crece aceleradamente el número de muertos y los métodos sanguinarios utilizados por el crimen organizado han llegado a niveles de sofisticación técnica que nos colocan al borde del terrorismo.
Mario Luis Fuentes
Los especialistas en temas de seguridad advierten, al tomar como referencia el caso colombiano, de las profundas consecuencias que puede tener el terrorismo. No sólo fractura la cohesión social, sino que rompe los vínculos de confianza entre la población y el gobierno.
Así, cuando estallaron los primeros bombazos en aquel país, los ciudadanos cerraron filas en contra de los terroristas; sin embargo, cuando continuaron estallando y causando más bajas inocentes, la población se ubicó en contra de los gobiernos, por su incapacidad.
Pensando en torno al reciente atentado con un "coche bomba" en Ciudad Juárez, es sumamente importante no olvidar el cobarde y artero ataque con granadas de fragmentación en contra de la población civil en Morelia. Aquel negro 15 de septiembre marcó el inicio de un nuevo proceso de la "guerra" contra el narcotráfico; y quizá lo más preocupante de este caso radica en el hecho de que no fueron las autoridades, sino una banda rival, la que dio con los responsables.
Se equivocan los funcionarios que sostienen que el "coche bomba" no puede ser considerado como terrorismo porque su objetivo era matar a policías. Esto es absurdo porque, evidentemente, los explosivos no discriminan a la población civil.
Se equivocan también porque el objetivo último del terrorismo no es el asesinato en sí mismo; puede estallar una bomba y no matar a nadie; pero el efecto del terror entre la población civil puede ser sumamente efectivo.
Lo que buscan los narcotraficantes es hacer visible su capacidad de fuego y sus tácticas cruentas. Los ejecutados públicamente en puentes peatonales, las irrupciones asesinas en fiestas y las balaceras en las principales ciudades pueden considerarse estrategias para hacer evidente su capacidad violenta y esto también genera terror en la población. Quizá deberíamos considerar que lo que se está gestando en México es un nuevo modelo de terrorismo criminal igual de efectivo que el otro.
Otro de los objetivos del terrorismo es "minar" la moral, tanto de las fuerzas del orden como de la población. El sentirse vulnerable o indefenso ante los ataques indiscriminados produce un efecto de parálisis social y, paradójicamente, abre la posibilidad para que los criminales asuman discursos basados en ideologías patológicas con los que buscan justificarse y responsabilizar al gobierno del terror existente.
Hay en todo esto un aparato de comunicación y propaganda que todos los grupos terroristas utilizan. Y en México han comenzado con los llamados "narcomensajes" que, quiérase o no, tomaron por sorpresa a todos, incluidos los medios de comunicación, algunos de los cuales no terminan de perfilar líneas editoriales definitivas al respecto.
Negar la existencia de lo que es evidente y evitar llamarle por su nombre no contribuye a la solución de los problemas. El gobierno cree que, si no le llama terrorismo a lo que tenemos enfrente, entonces dejará de serlo. El riesgo consiste en que, ante la negación, la realidad se aferre en persistir como diría el filósofo Spinoza y, de pronto, descubramos, para mal de todos, que el terrorismo ya está instalado entre nosotros.