La Real Academia Española indica que “chantaje” es sinónimo de “extorsión”, esto es una “presión que, mediante amenazas, se ejerce sobre alguien para obligarle a obrar en determinado sentido.” Eso es, finalmente, una huelga de hambre[1].
*Marcelo Brunet Bruce es abogado y licenciado en Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Profesor del Departamento de Derecho Público PUC, y Titular de la Universidad Andrés Bello, en Teoría Constitucional y Derecho Constitucional. Es autor de "Manual de Derecho Político, Sociedad y Estado" y de variadas publicaciones científicas en el ámbito del derecho público.
Recubierta de argumentos más o menos nobles, adornada con consideraciones éticas, legitimada de fines plausibles, una huelga de hambre no pasa de ser una extorsión indebida. Porque si se acepta las demandas del huelguista, se cede a lo que indudablemente es un acto de amenaza - o haces lo que digo o muero -, y si no se acepta la persona previsiblemente continuará hasta morir y martirizarse. En cualquier escenario, la sociedad pierde ante una injusta amenaza.
Tal es el caso de la presión ejercida hace más de 60 días por los activistas de la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM). No puede calificarse su huelga de hambre sino como un chantaje inmoral en contra de la sociedad chilena en su conjunto.
Resulta inevitable mirar con compasión a los huelguistas, pues para nadie debe ser fácil adoptar la decisión de dejar de alimentarse hasta, en el peor de los eventos, morir. Pero ello no puede llevar a olvidar la irresponsabilidad ética en el ejercicio de la huelga. Quien así actúa se usa a sí mismo como objeto –prescindiendo de su calidad de sujeto y la superioridad ontológica de su deber de proteger su propia vida- para conseguir un fin. En definitiva, renuncia en forma inmoral al supuesto básico de la existencia de sus demás derechos, pues la vida y su defensa es por antonomasia dicho presupuesto previo.
Al analizar la moralidad de todo acto en sociedad debe preguntarse si un fin lícito puede justificar todos los medios para conseguirlo. La respuesta, desde luego, es negativa. En este caso, usar la vida, la propia o la ajena, como medio de presión para que otro haga algo es una conducta inaceptable desde un punto de vista ético, independiente de qué tan justa o legítima sea la causa que la motive. Puede compartirse que la causa de los huelguistas de hambre sea discutible, incluso podría considerarse plausible y justa. Pero legitimar dicha presión es justificar, en forma maquiavélica, un medio inmoral por sus fines.
El huelguista no es un mártir[2]. Cierto, tienen en común el coraje, pero se diferencian en que este último no considera la muerte como el objetivo deseado y necesario de su actuar: no busca la muerte, le llega. Es muy distinto, por ejemplo, la heroica muerte de Prat al Huáscar –quien no tenía otra alternativa en su actuar- o la de un mártir religioso –quien no considera la muerte como un bien deseable pero se ve expuesta a ella- al actuar de quien deliberadamente y teniendo otros medios presiona a la sociedad con su actuar amenazando con el fin de su vida.
En segundo lugar, se dice que un huelguista no atenta contra nadie sino contra si mismo. Eso es solo una falacia. El precio de su eventual muerte no lo paga solo el huelguista, autónomo para tomar la decisión de dejar de comer. Cuando un huelguista muere se produce un efecto legitimador respecto de su causa, lo sea o no. Suponiendo que sí lo fuere, extrema la situación a tal efecto que resulta imposible a la sociedad no acceder a sus demandas o no radicalizar la lucha para la obtención de lo que pretendía. Por lo mismo, es una presión indebida e intolerable.
En tercer término, si bien en una dictadura o tiranía tal presión es ilegítima, en democracia lo es por doble partida. En un sistema democrático regido bajo las normas del estado de derecho y de la igualdad ante la ley, tal huelga de hambre se vuelve doblemente intolerable, pues implica una renuncia al principio básico del respeto a la primacía de la ley por sobre la autoridad temporal. Todos nos debemos sujetar a la ley, incluida en ella el respeto a la vida ajena y también a la propia.
La sociedad debe ser enérgica e inflexible en ese aspecto, y no dejarse engañar o intimidar otorgando legitimidad a este actuar, No debe permitirse jamás que se negocie bajo esta espuria presión. Desafortunadamente, hoy hay quienes, confundidos o motivados por demagogia intolerable, han auspiciado o apoyado esta huelga que, insisto, es ilegítimo e inmoral.
Finalmente, la consecuencia de este apoyo es predecible: de prosperar esta presión, seremos objeto de nuevas presiones al futuro. De aquí en adelante, de volverse eficaz el recurso de la huelga, deberemos tolerar y subyugarnos ante nuevas imitaciones de la misma, sea para propiciar el matrimonio homosexual, sea para darle casa a los Okupas, sea para subir el sueldo mínimo, o sea para que se les condone las deudas a los de ANDHA Chile. Extremando el ejemplo hasta el absurdo, nada impediría que un diputado, molesto con la votación de sus pares, no pueda hacer una huelga de hambre contra el sistema democrático. Total, desde el jueves, algunos de ellos ya nos han demostrado su capacidad de plegarse a estos movimientos, aunque sea a última hora.
[1] Nada nuevo hay bajo el sol. Se tiene registro que la primera huelga de hambre data 1166 Antes de Cristo, como consta en el Papiro de la Huelga del reinado de Ramsés III (conservado hoy en Turín, Italia). La huelga comenzó el día 10 del mes de Peret en el año 29 de Ramsés III (a la sazón de 62 años de edad; 1166 a.C.) debido al retraso de una paga “distraída” por el Gobernador de Tebas Oeste.
[2] Como señala Andrea Riccardi el mártir “no busca la muerte, pero no renuncia a la propia fe o a un comportamiento humano al precio de salvar la propia vida”. Al efecto, ver “Fe y martirio: Las Iglesias orientales católicas en la Europa del siglo XX”,