Ahora que Irán y Venezuela han estrechado sus vínculos políticos, económicos y militares, Teherán ha puesto un pie firme en Sudamérica. El siguiente paso parece ser Nicaragua, que corre el riesgo de añadirse a la lista de gobiernos autoritarios alineado con Venezuela y, por asociación, con su aliado islámico.
Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal
Que esto ocurra dependerá en gran parte de si el presidente sandinista Daniel Ortega logra burlar el Estado de Derecho de Nicaragua y destruir sus instituciones democráticas, como está tratando de hacer. Sería erróneo subestimar la magnitud de esta amenaza debido a la escasa importancia económica relativa de Nicaragua. Este país importa estratégicamente, como bien entendieron los soviéticos. El caso nicaragüense es sorprendentemente similar al intento el año pasado de permanecer en el poder del pro-chavista presidente hondureño Manuel Zelaya. Pero los hondureños tuvieron un líder bastante inusual en Roberto Micheletti, unas fuerzas armadas que juraron mantener la constitución, y un sector privado que se negó a llegar a acuerdos con Zelaya.
En contraste, los líderes militares nicaragüenses tienen raíces sandinistas y es bien sabido que tienen muchos intereses empresariales que no querrían poner en peligro desafiando el status quo. Además, el sector privado no ha mostrado mucha determinación contra Ortega. Otra complicación es el ex presidente Arnoldo Alemán, quien fue condenado por malversación de fondos públicos pero sigue siendo el líder del opositor Partido Liberal Constitucionalista (PLC). Ya que un sólido bloque de votantes anti-sandinistas quiere poner fin a las prácticas corruptas representadas por Alemán, su insistencia en aferrarse al poder está dañando al movimiento por la democracia. La oposición considera a Ortega como la reencarnación del dictador Anastasio Somoza en los años 70, en parte porque ha asumido el control de grandes partes de la economía. Los principales vehículos de control de Ortega son una serie de negocios de importación, exportación, bienes raíces y distribución. Todos ellos comparten el acrónimo "ALBA", que significa Alternativa Bolivariana para las Américas y se beneficia de la generosidad de Venezuela.
En una compañía, por ejemplo, Ortega consigue petróleo de Chávez a precio de descuento pero sólo paga al contado el 25% del precio pedido por Venezuela. El resto es un préstamo a largo plazo. Ortega vende el crudo a precio de mercado y se embolsa la ganancia. Otra compañía ALBA tiene el monopolio de las exportaciones agrícolas a Venezuela; y por la red ALBA también fluye la ayuda oficial de Venezuela a Nicaragua.
El control de estas ganancias le permite a Ortega ser tan rico como los oligarcas a quienes critica. Este flujo de dinero también le permitiría comprar el apoyo popular que necesita mientras desmantela las instituciones democráticas del país. Pero los inversionistas están abandonando el país, la economía está anémica y los electores que nunca tuvieron mucho aprecio por Ortega están cada vez más insatisfechos.
Nada de todo esto debería importar, ya que la presidencia —limitada a un mandato— de Ortega finaliza en enero de 2012. Pero en los últimos tres años, el envejecido comandante ha tratado sin éxito de que el Congreso cambie el artículo 147 de la Constitución, que prohíbe la reelección presidencial.
En octubre, a Ortega se le ocurrió otra idea: presentó un viernes por la tarde una apelación en la Corte Suprema de Justicia, alegando una desigualdad bajo la ley, ya que se permite la reelección para el Congreso. El lunes siguiente, después de que los tres jueces de la oposición de la Sala Constitucional se ausentaran al finalizar la jornada, los otros tres magistrados de afiliación sandinista llamaron como sustitutos a otros jueces sandinistas de otras salas para votar sobre la apelación. En un fallo declararon "no aplicable" el artículo de la Constitución que prohíbe la reelección presidencial, y Ortega declaró que el tribunal le permitió postularse de nuevo a la presidencia en las elecciones de 2011.
Expertos legales nicaragüenses —incluyendo dos de izquierdas con los que hablé— afirman que los votos de los magistrados son irrelevantes. Sólo el Congreso puede cambiar el Artículo 147; los tribunales no tienen jurisdicción sobre el tema. Pero Ortega no retrocede, sino que está trabajando en la segunda etapa para aferrarse al poder: apoderarse de las elecciones presidenciales en noviembre de 2011. En esto ya tiene experiencia.
Después de las elecciones presidenciales de 2006, el Consejo Electoral nunca presentó, como exige la ley, un total detallado de la votación. Hasta hoy, no está claro si Ortega ganó los comicios. En las elecciones municipales de 2008, el fraude fue tan rampante que incluso la Unión Europea y EE.UU. se negaron a reconocer los resultados. Ahora hay prueba de que los sandinistas se están preparando para controlar las elecciones locales de marzo en las dos regiones autónomas costeras del Atlántico. El denominador común en todos estos casos es el control sandinista del Consejo Supremo Electoral.
Ahora que se va a renovar la composición de los magistrados que integran el Consejo Supremo Electoral, el Congreso y el presidente pueden presentar sus candidatos, pero sólo el Congreso puede aprobarlos. Los legisladores se han negado a aceptar los nominados por Ortega, quien ha respondido decretando que los actuales miembros del consejo permanecerán indefinidamente en sus cargos. Ambas partes se encuentran ahora en un punto muerto.
Si bien los sondeos muestran que el apoyo a los anti-sandinistas alcanza el 60%, mucho depende de si la oposición puede unirse a pesar del lastre que supone Alemán. Pero a los nicaragüenses le vendría bien algo de apoyo de la comunidad internacional. Cuando en 2000 el entonces presidente peruano Alberto Fujimori intentó pasar por encima de las instituciones democráticas, los demócratas de todo el mundo mostraron su indignación. ¿Dónde está esta indignación ahora?