En Cuba ser opositor es ser subversivo y plantear cambios equivale a ser mercenario.
Esta es una historia cubana, pero no se sorprenda el lector, es también una historia argentina. Para abarcarla hace falta ir hacia el pasado reciente.
Cuando culminaba el primero de sus dos agónicos años en el gobierno, el presidente Fernando de la Rúa firmó el decreto 1263, fechado el 29 de diciembre de 2000, por el cual conmutaba las penas de 11 de los presos condenados por el ataque terrorista al regimiento de La Tablada llevado a cabo por el Movimiento Todos por la Patria (MTP) el 29 de enero de 1989 y que dejó un saldo de 39 muertos, heridos y desaparecidos, incluyendo cinco soldados conscriptos asesinados por los atacantes. El decreto de De la Rúa conmutó las penas de los presos, que cumplían una huelga de hambre que ya llevaba 115 días, en reclamo de un nuevo juicio. Sus penas conmutadas por el gobierno de la Alianza, los guerrilleros anunciaron el cese del ayuno desde los hospitales donde eran cuidados minuciosamente. La reducción de las penas fue de hecho un perdón del presidente De la Rúa a los guerrilleros. Nueve de los 11 beneficiados pudieron dejar la cárcel en mayo de 2002, tras haber sido condenados en noviembre de 1989 a prisión perpetua. De la Rúa les conmutó la pena por otra de 20 años de prisión, de modo que, cumplido el tercio de la condena, fueron beneficiados con la libertad condicional. El jefe del grupo terrorista que atacó a sangre y fuego a la unidad militar en plena democracia y cuando gobernaba el presidente Raúl Alfonsín, Enrique Gorriarán Merlo, y su esposa, Ana María Sívori, no recibieron en 2000 la gracia presidencial, porque habían sido juzgados por la ley de defensa de la democracia, pero Gorriarán fue indultado el 22 de mayo de 2003 por el presidente Eduardo A. Duhalde, a 48 horas de poner en funciones a su sucesor elegido, Néstor Kirchner. Cuando se produjo su liberación el guerrillero llevaba 62 días de su segunda huelga de hambre. Gorriarán, que nació el 18 de octubre de 1941 en San Nicolás de los Arroyos, había sido detenido en México, tras estar seis años prófugo, el 28 de octubre de 1995, de modo que al momento de ser perdonado por el gobierno de Duhalde en mayo de 2003, llevaba sólo años detenido. Gorriarán murió el 22 de septiembre de 2006 en Buenos Aires.
Durante las dos huelgas de hambre de los guerrilleros del ERP y del MTP, llamamientos de solidaridad de todo el mundo se agolpaban en Buenos Aires. Todos pedían un tratamiento humano y la libertad de los presos, aun cuando en la Argentina existía un estado de derecho y las penas contra los insurgentes habían sido adoptadas por tribunales civiles independientes. Toda la izquierda occidental peticionaba por Gorriarán y sus camaradas. Esa presión internacional llevó a los presidentes De la Rúa y Duhalde a indultar a los atacantes de La Tablada.
En Cuba es diferente. La semana pasada murió en la isla Orlando Zapata Tamayo, un albañil y plomero negro de 42 años, que se hallaba en huelga de hambre hacía más de dos meses. Juzgado sumariamente en marzo de 2003, Zapata Tamayo fue uno de los escarmentados en la llamada Primavera Negra ejecutada por el gobierno de Fidel y Raúl Castro. Fundador del pequeño grupo disidente Alternativa Republicana y activista incansable en pro de la liberación de sus compañeros de causa, Zapata era considerado un “mercenario” por el régimen.
En Cuba, cuyo gobierno se proclamo marxista-leninista en 1961, gobierna un partido único, el Comunista, desde entonces. Ser opositor es ser subversivo y plantear cambios equivale a ser mercenario. Organizaciones internacionales consideran que en Cuba hay por lo menos 200 presos políticos. Zapata no se había alzado, no atacó unidades militares, ni cometió actos de violencia, esos mismos hechos armados que en varias partes del mundo, desde Irlanda hasta el País Vasco y desde el Medio Oriente hasta Colombia suelen ser considerados como expresión del derecho de los pueblos a rebelarse contra la injusticia.
Sin embargo, ningún gobierno protestó en América Latina. Tampoco lo hizo la Argentina, donde los Kirchner se describen como paladines de los derechos humanos y donde gobierna un equipo político que incluye a varias personas que empuñaron los armas entre los años ‘60 y ‘70.
Nadie critica ni condena a Cuba. La violación de los derechos humanos en Guantánamo o en Gaza son condenadas de inmediato y sin falta, como corresponde. Pero cuando en Cuba se fusila o se encarcela a opositores, ni la izquierda, ni la socialdemocracia, ni el centro izquierda tienen nada que decir. Se callan. Con Cuba nadie se quiere meter.
No solo el progresismo hace silencio. El derechista presidente mexicano Felipe Calderón invito al general Raúl Castro a la reciente cumbre de Cancún, pero en cambio excluyó al presidente hondureño Porfirio Lobo, que llegó al gobierno por elecciones libres: Las naciones del hemisferio, salvo Estados Unidos y Canadá, entienden que Castro es un presidente que gobierna una democracia, pero Lobo en cambio no lo es. Ni Cristina Kirchner ni un solo de los otros 32 jefes de Estado que suelen embriagarse de pasión libertaria se animaron a decir una sola palabra sobre esa triste muerte cubana.
Como dijo el corresponsal del diario catalán “La Vanguardia” en América Latina, Joaquín Ibarz, “quienes se rasgan las vestiduras por los crímenes cometidos por las dictaduras militares de derecha; los que recuerdan los desaparecidos y ajusticiados en el continente durante los últimos cuarenta años, miran hacia otro lado cuando corresponde hablar de las violaciones de derechos humanos en Cuba”.
Para el ensayista y antropólogo mexicano Roger Bartra, un intelectual mexicano de izquierda, “la muerte de este compañero cubano es algo muy doloroso; la izquierda, más que nadie, debería denunciarlo como prueba de que en Cuba hay una dictadura insoportable”. Esta convencido de que “es increíble que la izquierda democrática no se levante para criticar estas atrocidades”.
Lo notable es el silencio y la anomia que estos hechos suscitan, como si Cuba agarrotara todas las conciencias libres, las que sienten terror de ser acusados de “reaccionarios” o estar al servicio del “imperialismo yanqui”. ¿Acaso en la Argentina se pronunciaron sobre este hecho la UCR, la Coalición Cívica o incluso el PRO, presuntamente “de derecha”?.
Bartra, que es profesor emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), subraya que presidentes de derecha, como el colombiano Álvaro Uribe y el mexicano Felipe Calderón, “no quieren alborotar el gallinero de los Chávez, de los Evo Morales, de los Castro. Como son muy escandalosos, cualquier mención crítica a Chávez, a Morales y, sobre todo a Cuba, levanta un griterío infernal que espanta a muchos mandatarios. Asustados, prefieren la tranquilidad y así optan por no tomar partido. Además, les resulta más cómodo llevarse bien con los Castro. Si uno los critica abiertamente, contestan muy agresivamente, por eso les tienen miedo. Es terrible”.
El silencio del presidente brasileño Lula da Silva fue más evidente; estaba en La Habana cuando murió Zapata Tamayo. Además, el brasileño había ignorado previamente una carta de 50 disidentes solicitándole una declaración a favor de la liberación de los presos políticos, con mención especial del agonizante Zapata, a quien Amnistía Internacional consideraba un “preso de conciencia”. El asesor de Lula para temas internacionales, Marco Aurelio García, defendió la decisión brasileña de no condenar específicamente a Cuba por la muerte de Zapata: “Hay violaciones de los derechos humanos en el mundo entero”, se excuso resbaladizamente.
Hipocresía, miedo, pragmatismo obsceno y sobre todo una cínica negativa a manejarse con principios éticos dominan hoy la política exterior de este parte del mundo. En esa pesadilla, la Argentina no desentona.