Aunque diversos países, Chile entre ellos, están realizando importantes esfuerzos para diversificar sus fuentes de energía, las instancias especializadas estiman que la generación de ésta seguirá descansando de modo importante en las fuentes convencionales.
Así, la Agencia Internacional de Energía estima que hacia 2050 el 47 por ciento de la energía mundial se generará mediante centrales termoeléctricas basadas en carbón. Otro 28 por ciento lo será por estas mismas centrales, pero usando gas natural como combustible. Como ambas tecnologías emiten gases de invernadero, la creciente preocupación mundial al respecto puede modificar estas cifras, pero es improbable que los cambios sean muy drásticos. Sólo el seis por ciento de la energía, según estimaciones de esta agencia, sería proveído por energías renovables no convencionales. Por cierto, este balance está influido por China, pero aun así es realista respecto de lo que cabe esperar en la evolución de las matrices energéticas internacionales.
Chile se ha propuesto la ambiciosa meta de lograr que hacia 2020 el 20 por ciento de su energía sea generado por energías renovables no convencionales, y está actuando en consecuencia, mediante una serie de subsidios y también la obligación de que las distribuidoras deban incluir en sus compras ciertos porcentajes mínimos de esas energías. Pero eso no bastará para satisfacer la demanda de energía que el país requiere en los próximos años. Incluso si lograse aumentar los niveles de eficiencia energética -tarea que también aborda un plan bastante ambicioso, recientemente actualizado-, tampoco se podrá alcanzar la meta, lo que no extraña, porque nuestro país no es especialmente ineficiente en el uso de energía: en las estimaciones de la citada agencia, aparece en el rango superior de eficiencia, medido en uso de energía en relación con el PIB.
Esta realidad sugiere que, a menos que esté dispuesto a sacrificar en grado significativo su crecimiento económico, tendrá que seguir apelando de modo importante a fuentes convencionales. Entre éstas, probablemente la energía nuclear sea la única que tiene un bajo impacto en las cuatro dimensiones que habitualmente se usan para comparar entre fuentes alternativas (emisiones de gases efecto invernadero, emisiones de contaminantes locales, alteración de ecosistemas, y alteración del paisaje). Sólo la energía geotérmica es comparable al respecto, pero el país no está preparado para instalar plantas nucleares en el futuro cercano. Así, además de los esfuerzos que está desarrollando para diversificar su matriz hacia energías renovables no convencionales, inevitablemente se requerirá una fuerte inversión en centrales térmicas y en grandes plantas hidroeléctricas.
Después de la crisis energética causada por los cortes de gas desde Argentina, la opción chilena por el carbón, unida a un esfuerzo razonable para apoyar el desarrollo de fuentes no convencionales, sigue siendo, en lo fundamental, la estrategia correcta. Ello debe ser complementado por una apertura más clara a las plantas hidroeléctricas, cuyos costos de producción -una vez que se consideran los costos medioambientales- son inferiores a los de las plantas generadoras a base de carbón.
Por cierto, se pueden incorporar a esta estrategia ajustes menores, pero la realidad -como lo muestra la experiencia internacional- es que el país no tiene otros caminos. Aunque duela a muchos sectores, pensar lo contrario refleja una dosis de voluntarismo que mal puede aceptar un país que aspira al desarrollo y a elevar las condiciones de vida de sus habitantes. Las autoridades de este y de futuros gobiernos harían bien en plantear con más claridad las verdaderas opciones del país y enfrentar con más decisión a grupos de presión cuyos intereses, por muy legítimos que sean, no son necesariamente aquellos que convienen a Chile.
A menos que esté dispuesto a sacrificar en grado significativo su crecimiento económico, Chile debe seguir apelando de modo importante a fuentes convencionales.
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