Dice Tzvetan Todorov que Mandela y Desmond Tutu han adquirido “una consideración de sabios excepcionales”. Sin embargo, añade, “nadie parece dispuesto a imitar su ejemplo y sustituir la justicia punitiva por la justicia reparadora”.
Julio María Sanguinetti
Según el criterio de los líderes sudafricanos la “punitiva” es la que impone el respeto a la ley abstracta, con sus consiguientes sanciones; la “reparadora” no tiene como objetivo proteger un orden jurídico sino permitir a los culpables y víctimas volver a vivir juntos. “Para nosotros”, dice Tutu, “la armonía social es el sumum bonum, el soberano bien. Todo aquello que es susceptible de comprometer esta armonía debe ser evitado como la peste”. Estas reflexiones poseen en estos días una ejemplar ilustración en la película “Invictus”, formidable realización de Clint Eastwood, que narra el esfuerzo gigantesco de Mandela para impedir que la población negra, humillada y martirizada durante más de medio siglo, buscara venganza. “El perdón ensancha el alma”, dice allí Mandela, encarnado en el rostro y la voz de Morgan Freeman.
Este es el espíritu que predominó en el retorno democrático del Uruguay, el cambio en paz, que primero amnistió a los guerrilleros y luego a los militares. En el primer caso nadie impugnó, pese a que la amnistía beneficiaba incluso a criminales de sangre que no habían estado un día presos. En el segundo, aplicando una moral discriminatoria, activos movimientos -aún vigentes- insistieron en la necesidad de “juicio y castigo”. El pueblo, sin embargo, ratificó la ley que amnistió a los militares, primero en 1989 y ahora en la última elección, veinte años después. Pero ni este pronunciamiento popular ha detenido el impulso vengativo de quienes se autoerigen en heraldos de una justicia que se niega a sí misma. Ahora se habla ya de algo delirante, que es declarar “inexistente” una ley que votó el Parlamento y ratificó la ciudadanía doblemente. Hasta el Dr. Korzeniak ha dicho que eso es imposible pero, con soberbia antidemocrática, se sigue adelante, pretendiendo atropellarlo todo. Su prédica se basa en que los delitos cometidos por militares merecen un tratamiento distinto a los de los guerrilleros. Los que mataron a policías, soldados y civiles en nombre de la revolución, los que secuestraron embajadores y empresarios como mecanismo de chantaje, los que pusieron bombas en restaurantes y centros de estudio, los que asesinaron a un pobre trabajador simplemente porque “los vio”, esos merecen el perdón y hasta el homenaje porque lo hicieron en nombre de lo que sería “una causa superior” (causa que hoy abandonaron todos por fracasada). Los militares y policías, en cambio, que desorbitados por el conflicto también torturaron y mataron, esos sí serán criminales para siempre y no merecen la menor consideración. Moralmente es insostenible ese doble criterio. Como insoportable la presunta superioridad ética con que hoy se predica la venganza contra militares que perdieron el poder. Quienes estuvimos en contra del golpe de Estado y de la dictadura desde la primera hora y con nuestras armas -pacíficas- le combatimos hasta lograr su fin y retornar a la democracia, no podemos aceptar esa impostura. Por cierto que el tema es ético. Y eso es lo que planteó el Presidente Mujica cuando propuso que los presos de más de setenta años pudieran cumplir su sanción en la casa, como ya lo dispone con generalidad la ley. Esto no es sino cumplir con un mandato constitucional que establece que “en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y si sólo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito”.
Cuando se trata de condenados que por su edad ya no son susceptibles ni de entrenamiento laboral ni de una eventual reeducación, impedir que cumplan la sanción en su casa es, simplemente, ensañamiento. Como lo fue el otro día llevar al Juzgado a un condenado en silla de ruedas y con un balón de oxígeno sólo para ser notificado de una sentencia. El Presidente fue guerrillero y bien procesado y preso por delitos que cometió. Así como fue indebidamente maltratado luego en la cárcel dictatorial. Felizmente, fue amnistiado en 1985 y volvió a la vida civil. Supo así de todas las situaciones, las legales y las ilegales, las represalias y el perdón. Hoy, al pie de su éxito personal, procura no incurrir en la venganza, como lo ha dicho repetidamente. Desde otro espacio político, quienes estuvimos enfrente de la guerrilla como enfrente del golpe de Estado, coincidimos con ese espíritu y nos lamentamos de que el Frente Amplio le impida al Presidente actuar como siente. Veinticinco años después del retorno de la democracia y a más de cuarenta de los episodios delictivos, ¿tiene sentido exigir venganza? ¿No se advierte que el cambio en paz tanto operó, que el pueblo uruguayo ratificó por dos veces la ley de caducidad? ¿No se aprecia que hemos retornado a una convivencia pacífica y que ella no debe ser agredida por acciones de ensañamiento que manchan a quienes desde el poder las ejercen y enquistan odios que ya debieran diluirse?
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