Pasea siempre solo, desnudo, sin rumbo. De vez en cuando se detiene, mira al frente, bosteza, se rasca el costado y continúa su camino con los brazos caídos. Si un coche pasa demasiado cerca, se recoge unos centímetros en la acera y sigue andando. Lo echan de un sitio y se va a otro. Sin protestar. A las seis de la mañana se le puede ver en cualquier calle. El frío le hace abrazarse a sí mismo entre la gente que carga con sacos de arroz y bidones de agua en la cabeza. No mira a nadie y nadie le mira. ¿Quién está más trastornado? ¿El chico desnudo o la sociedad que ni siquiera repara en él, que no tiene resortes para acogerlo en ningún lado como cualquier ser humano se merece? ¿Quién vive más enajenado?
El muchacho desnudo se ha convertido en un símbolo inconsciente de la indefensión de Haití. Una indefensión que ya era patente, igual que su desnudez, antes del terremoto. Con cada autobús, cada coche o cada moto que sortea, cada peatón que se cruza, cada tienda de celulares, el joven va desnudando las grandes palabras de este siglo: ayuda humanitaria, cooperación, solidaridad internacional, reconstrucción.
Desnuda también a sus compatriotas, ricos y pobres. Después del 12 de enero hay bajo sus pies más cristales, escombros y alambres, pero su historia ya era así antes de la catástrofe. En el centro de Puerto Príncipe, muy cerca del Palacio Presidencial, desde toda la vida, algunos "locos" se pasean en cueros sin que nadie haga nada por ellos.
Son pocos, pero son. Las ruinas del terremoto sólo han puesto el decorado idóneo detrás de ellos. La estampa podría servir para que un publicista avispado idee un anuncio en el que ensalce la fuerza, la independencia y la libertad de la juventud ante cualquier situación.
Tendría mucho éxito en cualquier sitio, menos en Haití.
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