Dianne Feinstein, demócrata y presidenta del comité de Inteligencia del Senado, ha pedido explicaciones después de leer un artículo en «Politico» firmado por Eamon Javers, especialista en grandes corporaciones financieras. En un libro de próxima aparición, titulado «Broker, Trader, Lawyer, Spy: The Secret World of Corporate Espionage («Agente de Bolsa, Operador, Abogado, Espía: El Mundo Secreto del Espionaje Empresarial»), desvela que grandes firmas como Goldman Sachs contratan habitualmente a espías en activo.
Nada de lo que se ha filtrado del libro de Javers sugiere que los espías cobren por hacer algo ilegal. Su función consistiría en proteger a las empresas del engaño, aplicando técnicas de inteligencia para saber cuándo un sospechoso miente en un interrogatorio, en un contacto informal o en la presentación de un fondo de inversión. Deberían haber detectado que Bernard Madoff vendía humo.
En una fase más avanzada, este servicio lo prestarían ya directamente empresas de inteligencia privada, como Business Intelligence Advisors (BIA), con sede en Boston. Son tantos los ex-agentes e incluso agentes en activo de la CIA que trabajan o han trabajado allí que BIA aclara en su publicidad que no es una sucursal de Langley.
Que en medio de dos guerras y con una cuenta de resultados antiterroristas bastante penosa los profesionales de la CIA se busquen pluriempleos ha suscitado un escándalo. Y cierta preocupación. George Little, portavoz de la agencia, asegura que todos los agentes que trabajan por fuera han pedido permiso y lo han obtenido, «después de que se revisara cuidadosamente no sólo la legalidad sino también la pertinencia de la propuesta». No es extraño que personal del Ejército, de la CIA y de otras agencias relacionadas con la seguridad aterricen en la empresa privada. Este es su bonus secreto para la jubilación: saben que cuando dejen la agencia podrán vender a buen precio sus habilidades.
Así se ha generado una tupida red de contactos que nos lleva a casos como el de Blackwater. ¿Por qué ninguno de sus numerosos fiascos, incluida una matanza de civiles en 2007 en Irak, les ha impedido seguir trabajando para el Gobierno? Porque quienes les tendrían que echar son sus antiguos colegas, tanto en el sentido profesional como en el más coloquial del término. Así se ha llegado a un punto en que la CIA subcontrata servicios delicadísimos.
Pero las revelaciones de Javers dan una nueva vuelta de tuerca: ya no es que los espías públicos de ayer sean los espías privados de hoy, sino que son la misma persona, sin esperar a la jubilación. «Esto no se hace bien, esto tiene muy mala pinta», opina John Radsan, un antiguo empleado de la CIA que clama por extremar los controles de seguridad y hasta de lealtad interna. Hay demasiado en juego, como se vio con el atentado que acabó con la vida de siete agentes en la base de Khost, en Afganistán. También se muestra muy crítico el FBI: «Nuestros agentes no pueden trabajar en el exterior, punto», declara un portavoz.
¿Y la Casa Blanca qué dice? Barack Obama mantiene una relación ambigua con la CIA, a la que un día abronca y amenaza con desclasificar millones de documentos secretos, y al otro día les trata de héroes. No es fácil para ningún presidente de EE.UU. encontrar el punto. En una histórica y sonada alusión, el entonces presidente de EEUU Lyndon Johnson, comparaba a la CIA con «una vaca a la que estás ordeñando y, cuando ya tienes el cubo lleno de leche fresca, te despistas y va la vaca y mete dentro el rabo todo lleno de estiercol».
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