*Joaquín Morales Solá
Arturo Valenzuela no vino a pelearse con los Kirchner, pero es un hombre acostumbrado a decir las cosas tal como las piensa. Las dice, sobre todo, cuando descubre que los intereses de su país están en riesgo.
El funcionario más importante de Washington para América latina tiene, es cierto, un conocimiento cabal de lo que sucede en la Argentina, un país que frecuentó asiduamente en los últimos 15 años, ya sea en representación oficial de su país o como curioso académico, que también lo es. Sin embargo, cierto malestar de las empresas norteamericanas en la Argentina es fácilmente perceptible y entendible
Las declaraciones del subsecretario de Estado, sobre la inestable seguridad jurídica y la carencia de reglas del juego, fueron casi una réplica exacta de las que había pronunciado días antes la propia embajadora norteamericana en Buenos Aires, Vilma Socorro Martínez. Dos diplomáticos washingtonianos no dicen lo mismo en tan poco tiempo sólo por obra de la casualidad. Expresaron, seguramente, la opinión generalizada de la administración Obama sobre la situación argentina.
Debe consignarse que muchos argentinos no necesitaban de las palabras de Valenzuela para saber de la evanescente seguridad jurídica durante el gobierno de los Kirchner. Bastaba escuchar con antelación a empresarios nacionales o a políticos opositores para descubrir el grado de inseguridad que existe aquí. Bastaba, en última instancia, con haber leído el último discurso público del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, en el que deslizó párrafos muy parecidos a los de Valenzuela.
En ese contexto, hay muchas cosas que carecen de explicación. La más inexplicable es la razón que llevó al matrimonio presidencial a ordenarles a tres ministros que respondieran a Valenzuela. Encima, ayer el canciller Jorge Taiana trasladó oficialmente el desagrado del Gobierno a la secretaria de Estado, Hillary Clinton. El Gobierno creó un escándalo que no existía y que no hubiera existido nunca sin el innecesario protagonismo de los funcionarios locales. Una respuesta posible consiste en que los Kirchner aspiran siempre a quedarse con la última versión del “relato” de la historia. Pero cualquier relato resulta demasiado frágil cuando es, a la vez, inverosímil.
Otra alternativa tiene sus raíces en la propia política del Gobierno. Es muy probable que los Kirchner hayan decidido, sin anunciarlo formalmente, integrar la corriente latinoamericana liderada por Hugo Chávez que cuestiona seriamente al gobierno de Obama. Los países del llamado ALBA (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba y Nicaragua) se reunieron el último fin de semana en La Habana y le dedicaron al actual presidente norteamericano tantas críticas y diatribas como las que le propinaban en su momento a George W. Bush. ¿Qué hará entonces el gobierno local con Irán, un conflicto que une a la Argentina con los Estados Unidos más que con el ALBA?
Valenzuela es un viejo militante del Partido Demócrata y fue funcionario de Bill Clinton durante sus ocho años como presidente. Ahora depende directamente de Hillary Clinton. Durante la campaña norteamericana, Cristina Kirchner bamboleó sus simpatías políticas entre Obama y la señora Clinton. ¿Por qué se distanció tan pronto de los dos políticos norteamericanos que más admiraba?
La Presidenta no perdona la indiferencia. Y Obama no mostró hasta ahora ninguna voluntad para conversar con ella a solas, como sí lo hizo con, por lo menos, cuatro presidentes latinoamericanos. O mantener una amistad y escuchar a una presidenta con la atención que solo se reserva a un estadista, como si lo hizo con la presidente Bachelet de Chile. Más aún, Cristina Fernandez de Kirchner : es la única jefa de Estado americana del G-20 que nunca se reunió personalmente con el jefe de la Casa Blanca.
Cierta molestia existía en la capital norteamericana tras la esperada conversación telefónica de Obama con Cristina Kirchner poco después de que asumiera el presidente norteamericano. Cristina usó 20 minutos para hablarle a Obama de ella misma, y ocupó muy poco tiempo en las cuestiones internacionales. Washington le hizo un solo pedido al gobierno argentino antes de la cumbre americana de Trinidad y Tobago, en abril: que contuviera el ímpetu belicoso de Chávez. Cristina Kirchner respondió usando todo su discurso para elogiar la inhóspita cumbre de 2005 en Mar del Plata, que ningún político norteamericano olvidó ni perdonó.
Los Kirchner siempre creen que son víctimas de las situaciones que ellos mismos provocan. ¿Cómo explicar que los dos Kirchner se desesperaban para recibir a Tom Shannon, el subsecretario de Bush, cuando ahora Cristina no quiso recibir al subsecretario de Obama? Valenzuela es un político sutil y percibió la diferencia de trato. Quizá los Kirchner hayan leído que Valenzuela escribió y habló, en sus tiempos de académico, de la necesidad latinoamericana de que las instituciones se impongan en la región por encima de los populismos personalistas. O tal vez descubrieron, con razón, que Valenzuela conoce la Argentina mucho más que Shannon.
Valenzuela se reunió en Buenos Aires con los funcionarios que quisieron verlo. Hablar con expresiones distintas de la política es un ejercicio habitual en cualquier democracia. Los Kirchner parecen haber tomado esos encuentros como una injerencia ideológica en cuestiones internas, según la imprudente declaración del embajador en Washington, Héctor Timerman, quien tiene la obligación de atemperar y no de irritar aún más.
Valenzuela es sólo el último caso de una rara política kirchnerista: el exterior no tiene derecho a opinar sobre la situación argentina, aunque los argentinos tienen derecho a opinar hasta del color de la corbata de los líderes extranjeros. Esa política ya barrió de Buenos Aires a destacados embajadores extranjeros y, sobre todo, dilapidó la eventual simpatía hacia la Argentina de los países más importantes del mundo.
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