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domingo, 28 de noviembre de 2010

¿A QUIEN LE IMPORTA HAITÍ?


Mary Anastasia O’Grady
 Diez meses después de que un terremoto de 8.0 de magnitud cobrara la vida de 200.000 haitianos y destruyera una infraestructura ya decrépita, unos 1,3 millones de almas empobrecidas aún tratan de sobrevivir en ciudades de carpas en todo el país. Las condiciones de vida son deplorables y después de casi un año, el optimismo sobre encontrar una salida a lo que en su momento fueron llamados campamentos “temporales” se ha reducido.
Ahora más de 1.100 personas han muerto debido a una epidemia de cólera, y disturbios que comenzaron en la ciudad norteña de Cabo Haitiano se extendieron la semana pasada a la capital, Puerto Príncipe. Los manifestantes sostienen que la misión de paz de las Naciones Unidas llevó la enfermedad a Haití. Aún se desconoce la causa del cólera, pero la agitación ha causado aún más estragos.
Y así sigue. Cuándo uno piensa que las cosas no pueden empeorar, más pobreza, violencia y tristeza conspiran para aumentar la sensación de impotencia en lo que es el país en peor estado económico del hemisferio occidental. Millones de personas en todo el mundo observan desde lejos y se preguntan por qué no se puede hacer algo.
Esta es una pregunta de US$64 millones: ¿la miseria aparentemente obstinada de Haití es el resultado de una sociedad y cultura incapaces de organizarse para crear orden civil y una economía viable? ¿O es la consecuencia de personas en el poder que buscan estatus y rédito personal —ayudados o por lo menos tolerados por extranjeros influyentes— que tratan cada transacción económica en el país como una oportunidad para enriquecerse de forma personal?
Abunda la evidencia de que se trata de lo segundo. ¿Entonces por qué EE.UU. y la ONU se han negado a tomar incluso pequeños pasos para terminar con un negocio corrupto que empuja a millones de personas impotentes a vidas de desesperación? En cambio pusieron a Bill Clinton —cuya familia política hizo negocios de forma famosa con el notoriamente corrupto ex presidente Jean-Bertrand Aristide— a cargo de reconstruir el país con millones en ayuda extranjera.

El desarrollo lleva generaciones, que extranjeros construyan un país es un juego de tontos. Pero a menudo hay un cambio simple que puede arrojar rendimientos rápidos. Un objetivo obvio en Haití es el puerto de Puerto Príncipe, por donde el grueso de las importaciones debe ingresar al país, pero donde la legendaria mafia haitiana sólo deja pasar contenedores luego de que se reciben importantes sobornos.
Un informe de este año de Rand Corporation describe la importancia del puerto de esta forma: “Los costos de los envíos a través de los puertos de Haití han puesto una pesada carga sobre los consumidores y las empresas haitianas. Debido a que las importaciones juegan un rol tan importante en el consumo, la inversión y las operaciones empresariales, el costo de las importaciones es un determinante clave de los estándares de vida y el crecimiento económico.” Y sin embargo, afirma Rand, “importar un contenedor de mercancía es 35% más caro en Haití que en el promedio de países desarrollados de la OCDE”.
Los funcionarios haitianos dicen que la razón de la ineficiencia en el puerto de la capital a una falta de infraestructura moderna. Pero los haitianos saben que eso es sólo una parte de la historia. Al escribir en octubre para la revista en línea The Root, el consultor de negocios nacido en Haití Yves Savain explicó que sacar un contenedor del puerto en la capital “implica llevar los documentos a pie de una oficina a otra para asegurar una cantidad no especificada de firmas”. El costo total, que según dijo incluye “tarifas legítimas e ilícitas”, constituye “un drenaje sustancial y arbitrario para todos los sectores de la economía nacional”.
Savain fue diplomático. Durante una visita a las oficinas de The Wall Street Journal la semana pasada, el ex embajador haitiano en EE.UU., Raymond Joseph —quien renunció en agosto— fue más directo. “La situación de corrupción en los puertos fue una de las principales razones por las que decidí que ya no podía defender este gobierno”, sostiene.
Luego del terremoto, Joseph afirma: “Muchas (organizaciones no gubernamentales) me llamaron y me dijeron: ‘Embajador, ¿podría ayudarme a sacar nuestras cosas del puerto?’ Me decían que (funcionarios del puerto) querían tantos miles de dólares para sacar las cosas”. Joseph afirma que a veces podía sacar la mercancía al llamar al ministro de Finanzas pero que no siempre tenía éxito.
Otro ejemplo: un informe del programa de televisión estadounidense “60 Minutos” emitido el 14 de noviembre reportó el caso de seis contenedores destinados a un proyecto de vivienda de una ONG que habían permanecido “estancados” en el puerto durante meses. Nadie podía entender por qué no se podía sacar la mercadería, pero la ONG de todas formas fue obligada a pagarle US$6.000 al gobierno haitiano por concepto de una “tarifa impuesta de almacenamiento”.
Haití celebrará elecciones parlamentarias y presidenciales el 28 de noviembre, y los enemigos del gobierno representativo quieren interferir con ese proceso. Esto explica en parte la violencia reciente. Sin embargo, sería tonto desestimarlo como sólo el trabajo del hampa común.
Los haitianos están cansados de la miseria que parece prometer tener fin sólo con la muerte. Están enojados no sólo con sus propios políticos deshonestos sino también con la indiferencia de los extranjeros. El hecho de que Washington y la ONU se hayan negado a controlar a la banda de corruptos que dirige el puerto demuestra la falta de decisión política internacional para cambiar el status quo.

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