La reciente aparición del Informe de Desarrollo Humano 2010 de las Naciones Unidas, en su vigésimo aniversario, es una buena ocasión para reflexionar sobre la pobreza y la desigualdad en el país en perspectiva comparada y de largo plazo, y sobre las políticas para darles solución.
*Juan J. Llach
Tradicionalmente centrado en el ingreso por habitante y unos pocos indicadores de educación y salud, el índice de desarrollo humano (IDH) no sólo ha ampliado esos rubros, sino que incluye medidas de desigualdad, de disparidades de género, de pobreza subjetiva y de privación extrema.
La Argentina aparece hoy en el rango 46 entre 169 países. Pese a haber recuperado tres puestos desde el informe anterior y a haber mejorado el nivel absoluto de nuestro desarrollo humano, el mayor progreso de otros nos ha llevado a perder 14 puestos desde el rango 32 de 1990 y a ser relegados al segundo lugar en América latina, detrás de Chile. Extendiendo la mirada hasta 1980, se observa que la década de menor aumento del desarrollo humano de la Argentina ha sido la actual y que hubo 70 países con mejor desempeño que la Argentina. Esto último sería hasta cierto punto lógico en relación con países más pobres, que afortunadamente tienden a mejorar más que los más ricos por su bajo punto de partida. Pero son muchos los países con alto o muy alto desarrollo humano con mejor desempeño que nosotros desde 1980. Tal es el caso de Australia, Bahrein, Chile, Chipre, Corea, España, Francia, Grecia, Italia, Noruega o Portugal.
La Argentina se ubica mejor en los indicadores propiamente sociales (rango 40) que en el ingreso por habitante (rango 52), que es hoy de 14.603 dólares de poder adquisitivo comparable. Nuestra esperanza de vida llega a los 75,7 años y nos ubica en un rango análogo al del IDH general (49). Un fuerte contraste se observa en materia de educación, porque mientras la población de 25 años y más ha completado sólo 9,3 años de estudio (rango 60), en la esperanza de escolaridad a los 6 años de edad logramos el rango 26, con 15 años y medio, lo que da en principio alguna esperanza a futuro al indicar que el alumno promedio argentino de 6 años permanecerá hasta los 21 años y medio en el sistema educativo. Dado que ninguno de los bienes y servicios considerados por el índice de desarrollo humano se distribuye igualitariamente, cuando el mismo se ajusta por esta desigualdad de acceso todos los países muestran un peor nivel respecto del que tendrían con una distribución más igualitaria. Pero el caso de la Argentina es el peor después de Perú, ya que su IDH se reduce un 27.5% y retrocede nada menos que 21 puestos en el ranking global.
Esto no significa que la Argentina sea el país más desigual, pero sí que es el segundo de mayores contrastes entre un desarrollo humano relativamente alto y una inequidad que también lo es.
En otra desigualdad, la de género, la Argentina aparece también muy mal parada en el rango 60, bastante peor que el rango 46 que ostentaba en el año 2009 con una definición más restringida de esta variable. No nos va mejor con el nuevo indicador multidimensional de pobreza que presenta el informe y que incluye no sólo la cantidad de personas en tal situación y en riesgo de estarlo, sino también la intensidad de las privaciones, el riesgo de tener al menos una carencia grave en educación, salud o nivel de vida (vivienda y bienes del hogar) y la proporción de personas por debajo de las líneas de pobreza nacional e internacional (esta última, de 1,25 dólares de paridad por día, equivalentes aquí y ahora a 290 pesos por mes o 1160 pesos para una familia tipo). Pues bien, en este indicador tan completo de las variadas carencias asociadas a la pobreza, la Argentina ocupa el rango 60 en el mundo.
En fin, tampoco nos va bien en materia de seguridad, tantas veces considerada como una preocupación conservadora pero que perjudica proporcionalmente más a los pobres, ya que hay al menos 91 países con menor tasa de homicidios que la Argentina (5,2 por 100.000 habitantes) y al menos 88 países con menos incidencia de robos que el nuestro (859 por 100.000 habitantes).
Tal vez la mayoría de las lecturas del informe que nos ocupa se concentren en una lógica político-partidaria tendiente a identificar a los responsables de una situación tan preocupante. Esto no sería de mayor ayuda para alumbrar caminos de salida. El panorama ofrecido por el IDH a lo largo de estos veinte o treinta años no es totalmente negativo para el país, pero sí revela un deterioro social de larga data, cuyo análisis de corazón caliente pero cabeza fría es imprescindible para acertar en las mejores soluciones.
Sus principales causas han sido, a mi juicio, un pobre y muy volátil desempeño macroeconómico con tres grandes impactos negativos. Negar alguno de ellos conducirá a nuevos errores. Primero, la alta inflación desde 1975 que derivó en hiperinflación a fines de los ochenta; luego, el altísimo desempleo originado en parte en algunas de las políticas implementadas para abatir la inflación en los noventa; por último, el final innecesariamente violento de la convertibilidad.
Cada uno de estos golpes resultó en tremendos recortes de los ingresos y del nivel de empleo, sobre todo de los más vulnerables, que en muchos casos actuaron de manera acumulativa, generando situaciones de privación y exclusión permanentes en amplios grupos sociales. A ello se añadió una insuficiente inversión pública en educación, salud, vivienda y promoción y asistencia social.
Para revertir de manera sostenida este largo y penoso deterioro social hay que acordar más políticas de Estado entre gobierno, oposición y sociedad civil, y evitar cometer los mismos errores macro del pasado. Lo primero no es fácil, como se vio este año al no poder acordarse las excelentes propuestas del Foro de Habitantes a Ciudadanos liderado por la Comisión de Justicia y Paz ("La pobreza, un problema de todos"). No se parte desde cero, ya que en lo que va de esta década ha habido avances que, de persistir, tendrán efectos positivos duraderos en nuestro desarrollo humano. Los más importantes han sido el rápido crecimiento de la economía y del empleo, el cumplimiento de la ley de financiamiento educativo que llevará a invertir este año 6% del PIB en educación, ciencia y tecnología, el programa de seguro de capacitación y empleo, y, de modo especial, la asignación por hijo. Sin embargo, los resultados positivos de estas políticas enfrentan hoy obstáculos importantes para sostenerse. El más corrosivo es la inflación y por eso preocupan afirmaciones recientes del ministro de Economía y otros funcionarios al decir que ella "no es un tema" en grandes porciones de la sociedad, aunque sí lo es para la clase media alta. Todos sabemos que es exactamente al revés. La inflación ha hecho perder parte de los logros alcanzados previamente en la reducción de la pobreza y también está carcomiendo un instrumento vital como la asignación por hijo. También se siguen acumulando peligrosas distorsiones de precios relativos, que no son amenazas inminentes pero sí de mucho cuidado.
Por eso, lo más importante que puede hacerse ya por los pobres es un programa de estabilización que, bien realizado, no reducirá sino que fortalecerá el crecimiento. A ello deberían agregarse otras claves de la agenda, como la universalización plena de la asignación por hijo; programas mucho más vastos de educación, capacitación e inserción laboral dirigidos a los jóvenes que no trabajan ni estudian -un "plan Marshall" como lo llamó el citado foro- y una nueva ley de metas y financiamiento educativo, un debate pendiente que, ya en las puertas de 2011, año en que vence parte de la ley vigente, es realmente inexplicable.
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