Raúl Ferro es Director de Desarrollo de Contenidos en Business Americas y miembro del Consejo Consultivo del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).
¿Será una cuestión genética? ¿Acaso algo escrito en las estrellas que guían el destino de la Argentina? ¿O será simple determinismo fatal? Y es que resulta difícil de entender porqué, tras haber vivido uno de los procesos hiperinflacionarios más salvajes registrados en la historia de la economía mundial y haber salido de ella tras pagar un precio altísimo, los líderes de este país sudamericano insisten en modelos de crecimiento económico que juegan peligrosamente con el fuego inflacionario.
No tiene nada de malo que el gobierno se haya puesto como objetivo el mantener el dinamismo del mercado interno como motor del crecimiento. Pero no es una cuestión de simple voluntad (o de promulgación de decretos, para el caso). Para que este objetivo se cumpla es necesario mantener una serie de equilibrios macroeconómicos con los que la Argentina hoy no cuenta. En ese sentido, echar mano de las utilidades del Banco Central para financiar el gasto público y así mantener el crecimiento de la economía es casi lo mismo que imprimir moneda inorgánicamente. Y el voluntarismo (por llamarlo de una forma elegante) con el que el Indec reporta la inflación interna, lejos de evitar la subida de precios, crea incertidumbre, paraliza la inversión y deprime la oferta de bienes y servicios, añadiendo más leña a la hoguera inflacionaria.
No es raro entonces que los economistas estimen que la inflación en el 2010 se ubique en el 20% y que la gente, según la encuesta de abril de la Universidad Torcuato Di Tella, crea en que se va a ubicar en el 30%, cinco puntos sobre una ya alta expectativa de 25% en enero, febrero y marzo. La economía se construye a partir de realidades y de percepciones, y no en base a teorías de complots.
Las autoridades argentinas harían bien en ver, con una mano en el corazón, lo que sucede a su alrededor. No es casualidad que los países que siguen políticas ordenadas en América Latina tengan niveles de inflación bajos, muestren tasas de crecimiento sostenidas y disminución consistente de los niveles de pobreza. Uno de los casos más emblemáticos es Perú, país que, como Argentina, vivió la pesadilla hiperinflacionaria en los años ochenta y que hoy es una de las economías más sólidas de la región, a pesar de los graves problemas sociales que arrastra. Pero el equilibrio macroeconómico es la clave también en otros casos de éxito en la región, como Brasil.
Por el contrario, los países que están siguiendo políticas intervencionistas o heterodoxas, son los que presentan mayores problemas de inflación y de desabastecimiento. El caso extremo es Venezuela, donde además la respuesta a estos problemas es escapar hacia adelante: aumentar el intervencionismo estatal en la economía o, directamente, nacionalizar activos productivos. Esa película ya la hemos visto en América Latina y todos sabemos el final: una crisis mayor aún, cuya salida tiene costos espantosos, especialmente para los más pobres. Las estadísticas demuestran que, en Argentina, con cada crisis aumenta el número de pobres y que la reducción de la pobreza que se registra durante el período de recuperación entre crisis y crisis no es suficiente para sacar de la pobreza a todos quienes cayeron en ella. Es decir, la sucesión de crisis que ha vivido Argentina en las últimas décadas ha sido una verdadera máquina de fabricar pobres.
Argentina necesita urgentemente poner la casa en orden. La corrección de las distorsiones tarifarias ha sido tímida y poco consistente. El proceso tendrá que continuar --le guste o no al gobierno--, lo que indefectiblemente alimentará la inflación. La prácticamente nula credibilidad de las cifras del Indec no es trivial. Hace muy difícil a las empresas saber los valores reales de sus activos y pasivos y dificulta las decisiones de inversión. Gobernar para el corto plazo es mal negocio. Y es un mal negocio en el que perderán todos los argentinos.
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