Toda esta patología que sufren nuestras naciones se da en un contexto regional marcado por instituciones aún débiles, que muchas veces se ven infiltradas y jaqueadas por el corrupto poder de los carteles vinculados con el tráfico de drogas; ante la incapacidad en algunos casos de enfrentar su poderío tecnológico, económico e incluso su creciente capacidad de fuego.
El incremento de la violencia de los carteles de droga mexicanos, que generó en lo que va del año más de 6.000 asesinatos (un promedio de más de 20 por día), superando los 5.630 (15 por día) de todo 2008, es un disparador para un debate, que no debe olvidar la lucha que aún lleva adelante Colombia o el peligroso resurgimiento de este flagelo en otros países, como Perú, declarado por el Departamento de Estado de EEUU, como el primer país productor de cocaína del mundo, relegando a Colombia. Situación que por su cercanía limítrofe a Chile, proyecta peligrosamente la posibilidad de contaminación criminal.
El combate al narcoterrorismo implica una estrategia del Estado acorde a este grave problema. La estrategia requiere la participación activa de todos los niveles de gobierno y de sus tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). Este flagelo demanda que la Policía y las Fuerzas Armadas se complementen en sus operaciones como ya se hace en varios países de la región, pero también necesita el apoyo manifiesto y la participación de toda la sociedad con educación y cultura, en toda la extensión de la palabra. El combate contra esta alianza de la muerte necesita al conjunto de la sociedad, así como de acuerdos entre Estados (Plan Colombia, Iniciativa Mérida, entre otros), o multilaterales en el seno de la OEA y la ONU.
Se necesita de una democracia sólida y de la participación activa de la sociedad en su conjunto para derrotar a una poderosa alianza que hoy se beneficia también de la globalización, según se desprende de las operaciones que terroristas trasnacionales llevan adelante en la región conjuntamente con el crimen organizado.
Sin duda, para todo análisis y medidas a tomar, se debe partir de la premisa de que existen vínculos entre el terrorismo y el tráfico de estupefacientes ilícitos. Muchos de nuestros países lo padecieron, lo están sufriendo, o lo que es peor, lo pueden enfrentar en un futuro próximo si no se combate con inteligencia, con todo el significado que tiene esa palabra. He aquí la importancia de la Inteligencia Criminal. Las pruebas empíricas sobre los nexos entre terroristas y narcotraficantes son hechos irrefutables en nuestra región, y no pueden ser explicados únicamente por la situación económica coyuntural de los países. La economía y la cultura del narcotráfico desembarcó y se instaló en muchas de nuestras sociedades.
Sin embargo, más allá de los estrechos vínculos – e incluso de la convergencia – entre los grupos terroristas y grupos de delincuencia organizada, es necesario precisar el alcance de esta conexión para su mejor combate. Existen similitudes y diferencias entre estos dos tipos de organizaciones. Las estrategias para impedir que las organizaciones terroristas adquieran los recursos financieros necesarios para poner en marcha y mantener campañas terroristas, deberá ser una prioridad, sin caer en una simplista fusión de la guerra contra las drogas y la guerra contra el terror, porque podría hacer un flaco favor a la lucha contra ambos.
Ambos grupos delictivos son pragmáticos a la hora de operar y llevar adelante sus alianzas estratégicas, por lo tanto su combate –más allá de rígidas definiciones y etiquetas- también debe ser sagaz para enfrentar con firmeza estos dos flagelos que tienen mucho en común, aunque no todo. Pero lo que es cierto, es que no se pueden subestimar estas alianzas que se han instalado, y que mutan constantemente aprovechando las ventajas de la globalización.
En 1983, el término narcoterrorismo fue presentado –con acierto- por el presidente peruano Belaúnde Terry. El entonces presidente peruano se refería a los ataques terroristas en contra de la policía antinarcóticos en su país. Hoy en día el concepto tiene una definición más amplia. Se trata del uso sistemático de amenazas y actos violentos en contra de la población civil por parte de los traficantes de droga, y de sus eventuales socios terroristas nacionales o trasnacionales, o aun peor, funcionarios gubernamentales corrompidos, para influir en las políticas gubernamentales. Belaúnde Terry no se equivocaba en dar la alerta en la década del ochenta.
El 9 de diciembre de 1994, la Asamblea General de las Naciones Unidas reconocía en una Declaración su preocupación “por los crecientes y peligrosos vínculos entre grupos terroristas y traficantes de drogas y sus bandas paramilitares, que han recurrido a todo tipo de violencia, poniendo así en peligro el orden constitucional de los Estados y violan los derechos humanos básicos”. Desde entonces, las declaraciones mucho más fuertes y más amplias se sucedieron. En la resolución 1373 de 2001 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas “toma nota con preocupación la estrecha conexión entre el terrorismo internacional y la delincuencia organizada transnacional, las drogas ilícitas, lavado de dinero, tráfico ilícito de armas, y la circulación ilícita de materiales nucleares, materiales potencialmente letales químicas, biológicas y otras. …”
De todos los vínculos entre el terrorismo y el crimen organizado, la relación entre el tráfico ilícito de drogas, las organizaciones guerrilleras y paramilitares parece ser el más fuerte. Ciertamente, esta simbiosis parece ser la mejor documentada.
Para una treintena de países, el vínculo entre los conflictos armados y la producción de drogas ilícitas y el tráfico se puede establecer con certeza fundada. Sin embargo, según estimaciones de la ONU, hay más de 100 países que participan en alguna forma en el tráfico ilícito de drogas, ya sea en términos de cultivo, procesamiento, tráfico, distribución, o el lavado de dinero, u otros delitos colaterales.
Por eso, más allá de las pruebas concretas que existen en muchos países de la región sobre la conexión creciente entre guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, no debemos olvidar a las otras naciones en donde el tráfico de drogas es un caldo de cultivo ideal para la creación en el futuro de esas nefastas alianzas, que ya se operan en muchos de nuestros países.
Narcotraficantes y terroristas tienen algo en común: enfrentan a la democracia y sus instituciones, y se necesitan para ello. Podríamos discutir si estas alianzas son circunstanciales o duraderas, pero mientras lo hacemos ellos ponen en peligro a la democracia y siembran dudas sobre la viabilidad de los proyectos políticos y económicos. El tiempo es vital para su combate.
Tras el fin de la Guerra Fría muchos grupos terroristas se quedaron sin los recursos económicos provenientes de sus capitales ideológicas y comenzaron a buscar fuentes alternativas de financiación -y las encontraron-, entre otras, en la producción de drogas, las extorsiones, los secuestros y el tráfico. Colombia y Perú son dos de esos ejemplos que deben ser tomados en cuenta a la hora de elaborar estrategias para la lucha contra estos grupos.
Hoy el combate que México libra contra el narcotráfico tiene algunas similitudes a la de Colombia una década atrás. Los mexicanos deben hacer frente a muchos de los retos que enfrentó Colombia. “La violencia que se genera en México alrededor del narcotráfico es comparable con la nuestra años atrás”, reconoció en una entrevista el general Oscar Naranjo, jefe de la policía de Colombia. “México está experimentando lo que uno puede llamar la segunda generación de narcotraficantes (…) que pretenden desarrollar control territorial de unas áreas, que pretenden asegurar el monopolio del tráfico”, añadió el experto.
Para algunos México va hacia una ‘colombianización’. Pero más allá del debate sobre la etiqueta, México tiene una ventaja. Ahora hay mucho más que se puede aprender del caso colombiano. Pero de todos modos hay muchos paralelos alarmantes -como la corrupción y el poder de fuego- de una industria que genera unos 40.000 millones de dólares anuales.
El poder de extorsión y secuestro, el alto nivel de sofisticación de las armas y la capacidad monetaria de los cárteles mexicanos son algunas de las similitudes, con la guerra que enfrentó Colombia contra el narcotráfico a principios de esta década. Incluso los servicios de Inteligencia de Estados Unidos y Colombia advirtieron a mediados de 2007 que varios sicarios ex miembros del Ejército colombiano y antiguos ejecutores a sueldo de los cárteles de Cali y Medellín se habían trasladado a México para seguir ejerciendo su trabajo: matar y entrenar gatilleros.
Los integrantes de los cárteles tienen armas semiautomáticas de asalto, granadas, balas capaces de perforar blindados, lanzagranadas y lanzacohetes, lo que ha dado lugar a una violencia sanguinaria, incluso con decapitados y descuartizados. El arma preferida por los narcotraficantes mexicanos solía ser las pistolas de calibre .38, pero ahora prefieran las más potentes y de mayor calidad, como los fusiles de 7.26 x 39 mm y fusiles .50, .45 y AK-47, entre otros pertrechos. Algunas de las armas incautadas incluyeron fusiles de asalto, pistolas semiautomáticas Herstal, fusiles de francotirador Barrett, lanzagranadas, lanzacohetes LAW y granadas de fragmentación. Durante los primeros dos años de la presidencia de Felipe Calderón, las autoridades mexicanas incautaron más de 30.231 armas (16.401 de las cuales fueron de asalto), más de 3.5 millones de cartuchos y 2.196 granadas. El narcoterror está instalado en México y la ola de violencia que afecta especialmente al norte del país, involucra a organizaciones tradicionales como los carteles de Juárez, Sinaloa y el Golfo, junto a grupos emergentes como los Zetas y más recientemente el denominado ‘La Familia’. Dado la presión que mantiene el ejército sobre ellos, se han trasladado a Perú.
Pero para ver la complejidad de este problema a la luz de la globalización, hay otros indicios en donde se pone de manifiesto estas nefastas alianzas narcoterroristas locales, con redes terroristas trasnacionales. El hasta hace poco Jefe del Comando Sur de Estados Unidos, Almirante de Navío, James Stavridis, había señalado, frente al Comité de Servicios Armados del Senado que, en agosto de 2008, el Comando Sur ayudó a varios países de la región a realizar una operación contra la comercialización de drogas, relacionadas con el grupo terrorista libanés Hezbolá, presente e importado a Venezuela por Hugo Chávez, grupo que fue detectado en el área de la Triple Frontera de Argentina, Brasil y Paraguay. Un operativo similar, realizado en octubre de 2008, condujo al arresto de varios individuos en Colombia, asociados con una red de lavado de dinero y tráfico de drogas afiliada al pro iraní Hezbolá. De acuerdo al almirante Stavridis, identificar, monitorear, y desmantelar enlaces financieros, logísticos y de comunicación, entre grupos de tráfico ilícito y patrocinadores terroristas, resulta crítico no sólo como indicios y advertencias de potenciales atentados terroristas dirigidos contra los Estados Unidos y sus socios en América Latina, sino también para entender esa tremenda amenaza a la seguridad hemisférica. Agregó entonces que las redes terroristas incluían no sólo narcoterroristas locales como la FARC colombiana y Sendero Luminoso de Perú, sino también redes terroristas islámicas involucradas en recaudación de fondos y apoyo logístico para organizaciones, cuya matriz se asentaba en Medio Oriente.
A mediados de julio de 2008, el diario El Universal reveló información de inteligencia de la Administración Antidrogas Americana (DEA), según la cual los carteles de droga en México (Golfo y Sinaloa) estaban enviando asesinos y gatilleros para entrenarse en Irán en tiro y uso de Dispositivos Explosivos Improvisados (IED), bajo la enseñanza de los Guardianes de la Revolución de Irán. Esas fuentes dijeron que, los narcotraficantes, viajaron de México hacia Venezuela, donde tomaban los vuelos semanales de Iran Air con destino a Teherán. En algunos casos, los pasajeros usaban pasaportes venezolanos. El entrenamiento avanzado, centrado en táctica, comando de guerra, liderazgo, armas, y explosivos, es una amenaza no solo para Estados Unidos y México que comparten frontera. También para los vecinos de Venezuela y Perú. El periódico agregó que a varios terroristas libaneses que pertenecían a Hezbolá, se les garantizó la ciudadanía mexicana a través de matrimonios arreglados por bandas de narcos mexicanos.
En una entrevista para el Washington Times, el 27 de marzo de 2009, Michael Braun, ex Jefe de Operaciones de la Agencia Antidrogas en Estados Unidos (DEA), dijo que la Fuerza Quds de los Guardias Revolucionarios, que facilita los atentados terroristas fuera de Irán, había comenzado a operar en América Latina. Su evaluación es que, esos elementos, controlaban y coordinaban la actividad criminal de Hezbolá en la región. Dijo que Hezbolá utilizaba a los exiliados shiítas como intermediarios, quienes firman contratos con los líderes de los carteles de drogas. Los funcionarios de la policía citados en el artículo del Washington Times destacaron que, Hezbolá, estaba involucrado en tráfico de drogas y personas en el área de la Triple Frontera en Sudamérica, pero que dependían, cada vez más, de los carteles mexicanos que controlan las rutas de contrabando hacia Estados Unidos.
Una de las consecuencias negativas de la globalización ha sido el reforzamiento de los narcotraficantes y del terrorismo: nuevos negocios, acceso a más armamento y reclutas, descentralización de sus centros de mando. Mientras las organizaciones al margen de la Ley se han adaptado al nuevo mundo de la flexibilidad y las redes, los Estados mantienen en muchos casos estructuras rígidas y sus funcionarios se mueven con conceptos propios de la vieja Guerra Fría, lo que hace que el narcoterrorismo vaya en muchos casos un paso adelante.
Si no prestamos la suficiente atención a estas cuestiones, tal cual sostuvo el ex guerrillero salvadoreño y experto en resolución de conflictos Joaquín Villalobos, podrían surgir incluso varios narco-Estados en la región, como retaguardias de los carteles mexicanos, colombianos y peruanos.
La conclusión es clara. El narcotráfico esta dispuesto a realizar las alianzas tanto a nivel nacional como internacional con el terrorismo. Los vínculos y la convergencia son evidentes, y ponen en peligro la seguridad del hemisferio. Los narcotraficantes le han declarado la guerra al Estado de derecho, y por mantener intacto su negocio harán lo que sea, mientras que los terroristas están dispuestos a sumarse a esa desestabilización porque es buena para sus ilícitos negocios, para imponer sus estrategias políticas o la expansión ideológica de populistas experimentos socialistas en la región. El terrorismo no es independiente del narcotráfico, ambos enfrentan las instituciones democráticas y hacen peligrar la gobernabilidad de la región. Dependerá entonces de la solidez de la democracia, de sus instituciones, de nuestras capacidades y determinación, y sobre todo de nuestro pragmatismo, para enfrentar esas oportunistas alianzas locales y trasnacionales entre narcotraficantes y terroristas. Una sociedad libre no puede ser presa del narcoterrorismo.